Además de disimularnos a nosotros mismos, haciéndonos transparentes y fantasmales, disimulamos la existencia de nuestros semejantes, fingiendo ignorarlos como si se tratara de una casualidad. Entonces nuestros actos se vuelven intencionados y soberbios, alcanzamos la psicopática capacidad del ninguneo.
Ninguneamos, haciendo de ese alguien, ninguno. La nada se vuelve individuo. Ese cuerpo, con esa cara y esos ojos, se hacen eso, Ninguno.
Cuando la técnica está depurada, esta simulación es mimetizada, como un actor que muda su interpretación, sin llegar a exceder el disimulo en nuestros actos.
No hay temor por la mirada ajena, ni contracciones recorriendo nuestro cuerpo o pensamientos que perturben la representación. Está tan interiorizado que el espectáculo se diluye con lo que había antes y sólo cuando desde el pecho estalla, la tensión desaparece.
Entre los desperdicios ya no sabemos reconocer qué fragmentos fueron fruto de nuestra realidad, qué partes pertenecen a mi yo ninguneado, no por que en nuestra reconstrucción queramos desecharlas para volver a coser el cuento de la interpretación que tantos años nos ha costado depurar, si no porque también pertenecen a esa parte de nosotros que hemos rechazado, depositándola cariñosamente en aquellos que ignoramos como si se tratara de una casualidad.
jueves, 22 de octubre de 2015
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